El diálogo amistoso con el can Lolo

Autor: P. Manuel Fernández
On 26 julio, 2023

El diálogo amistoso con el can Lolo comenzó un día caluroso y húmedo en la ciudad de Oviedo aquel viernes de Enero del 2020.

Todavía no había estallado la epidemia del Covid.

Era un día soleado y perjudicial para mis ojos delicados, por lo que trataba de ajustar a mi cara las protectoras gafas bifocales-progresivas.

Lo hacía sirviéndome de mi mano izquierda, mientras con la derecha sostenía la bolsa de la compra.

Regresaba a casa por la Avenida Arzobispo Guisasola, sudoroso y anhelando una ducha regeneradora antes de sentarme a comer.

Quién diría que repentinamente mi atención cambió de diana y se centró en un hermoso can, tipo pastor alemán, pero un poco más peludo, que, tranquilamente sentado en la acera y pegado al dintel de la puerta del bar, esperaba paciente la salida de su amo.

Me recordaba un poco al famoso “Rufus”, la bella escultura canina que luce el Parque de la ciudad, y que todos los días se puede ver acariciado por los niños, mientras le hablan como si fuera un colega de juego.

A un ser solitario, le viene bien una conversación, por pequeña que sea. Me considero muy social, por eso intenté hacerlo, esta vez con el can.

El diálogo amistoso con el can Lolo

Me han dicho que ellos no hablan pero entienden y saben expresar, de alguna manera comprensible, lo que sienten; aunque el problema es interpretar sus gestos y ladridos.

Qué hermoso eres, qué obediente, qué tranquilo, ¿cómo te llamas?, le dije acariciando su tersa cabeza.

En ese momento salió el amo y ayudó con sus amigables y educadas respuestas a mis osadas preguntas.

– Se llama “Lolo”. Y no me gusta la frase de “entiende por Lolo”.

– ¡Carajo, como yo! Bueno, yo respondo también por Manolo, Manolito, Manuel -a veces, hasta con el don delante-, pero veo que somos tocayos, ¿me entiendes, Lolo?

Él decía que sí, a su manera; como hacemos todos, a nuestra manera, por eso, tampoco ellos nos entienden  muchas veces a los humanos.

– Eh, tocayo, ¿te vienes conmigo, guapín?, como dicen en Asturias.

– Aunque ya es viejo, no lo vendo por nada -concretó el dueño del can. Tiene 11 años, que multiplicado por siete equivaldría a los 77 del humano. Y siempre a mi lado.

El diálogo amistoso con el can Lolo

– ¡Caramba!, pues volvemos a coincidir.

Lolo; yo camino hacia los 78, técnicamente empatados. Calculo que, a mí, me quedarán una decena más de años de vida; a ti, año y medio, según la regla del 7.

Y tú no has hecho la mili, ¿verdad?

Tendrías que haber sido perro-policía.

Yo tampoco la hice; bueno, solo aquel mes obligatorio para recibir el título de Maestro en tiempos de Franco.

– Oye, Lolo, ¿de dónde procedes?

– Mis primeros amos eran gallegos –traduce el dueño los cortos y suaves gemidos del animal.

– ¡Cag… en tal!, pues hasta en eso coincidimos.

Yo perdí el acento cuando me llevaron a Castilla de pequeño; veo que tú también; tienes un cierto deje asturianu, porque ladras un poco con la “u”.

Sabes que los galaicos somos bastantes rebeldes –yo más, pues no soporto los amos-, ¿y tú?

Oye, veo, además, que guardas la línea, ¿qué dieta sigues?, porque yo, no mucho, ya voy notando redondeces abultadas en mi estómago.

Las preguntas ciertamente las hago yo; las respuestas del perro siempre me las traduce el amo

¡Qué pena que los canes no se expresen con vocablos!

– Oye, tocayo, según el cálculo hecho más arriba, ¿cómo tienes pensado morir dentro de año y medio?

Seguro que con una inyección que pagará por ti tu señor, otros gastos incluidos.

Yo todavía no lo he decidido, pero no me desagradaría que me hicieran lo mismo.

Pienso que después de muerto, todo lo que te hagan es cosa de los vivos; porque ya estás borrado de la lista de invitados a la vida.

Para qué gastarán tanto con la funeraria; me conformaría con los 80 Euros que cobrarán por lo tuyo.

Bueno, de momento, a vivir, que son dos días, tal vez, unos pocos más de propina para los dos.

Y después, ¡que nos quiten lo bailao!

Esta vez, pienso que lo entendí claramente, fue un sonido agudo el que salió de su chato y limpio hocico, y yo lo interpreté como un SÍ rotundo.

– Oye, Lolo, para terminar, que tanto tu amo como yo queremos marchar, ¿por qué te gusta tanto lamer –Dios me libre-, por qué eso de correr siempre detrás de la pelota, por qué lo de obedecer siempre a lo de “sit”, “up” y cosas así?

Algún día reclamaréis vuestros derechos perrunos, pero os quedan aún muchos huesos que roer.

Los humanos hemos avanzado bastante en ese campo, aunque todavía nos queda labor.

– Perdona, tocayo, es que me queda aún otra pregunta, esta sí, la última –el amo se impacienta un poco, pero es amable y tolerante.

¿Por qué tienen tan mala fama los lobos?

Son parientes vuestros, les llaman “Canis lupus”.

No estoy de acuerdo con el filósofo inglés Hobbes cuando dice que “el hombre es un lobo para el hombre”.

Si tuviera en frente a ese “pérfido Albión”, le espetaría a la cara otra frase alternativa “el hombre debe ser un amistoso can para el hombre”.

Tú, ¿cómo lo ves, Lolo?

Mañana, sábado, intentaré pasar por el mismo sitio, a ver si mi tocayo está, nuevamente, a la puerta del Bar, y podemos seguir hablando, con la ayuda del amo, claro.

Adiós, Lolo, el “amigo del hombre”.

Ha sido un placer. Nos vemos, tocayo. Ciao.

¡Ah! Y cuídate del virus que parece que anda por ahí rondando.

Manuel Fernández
P. Manuel Fernández

Nota editorial: Si quieres leer la primera parte lee «el amor universal».

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