Margarita Occhiena

Autor: Jesús Muñiz González
On 18 agosto, 2025

Margarita Occhiena, madre de Juan Bosco, nació en Capriglio, pueblecito de unos cuatrocientos habitantes, de la diócesis de Asti.

Se situaba en medio de una pequeña altiplanicie rodeada de lindas colinas, en un territorio abundante de bosques, a seis millas de Chieri.

Vio la luz el 1 de abril de 1788, hija de Melchor Occhiena y Dominga Bossone. El mismo día ((14)) fue llevada a la pila bautismal.

Sus padres eran campesinos, con suficientes bienes de fortuna.

Margarita fue la tercera de cinco hermanos.

Contaba nueve años cuando un día del mes de julio de 1797 se oían las campanas de Asti y Chieri que tocaban a rebato.

Algunos franceses y piamonteses habían levantado a los más revolucionarios en rebeldía contra el rey Carlos Manuel IV, proclamando la república.

Los aldeanos corrían en ayuda de las tropas  reales.

En Chieri, treinta revoltosos fueron pasados por las armas y otros nueve condenados a la pena capital.

En Asti, se ejecutaron catorce sentencias de muerte.

Margarita, en la escuela de su madre y en medio de las estrecheces provocadas por la guerra, daba esperanza de llegar a ser una excelente ama de casa.

Aún pequeñita, dividía su tiempo entre la oración y el trabajo.

La iglesia, adonde acudía para asistir a misa, era el centro de sus preferencias. Estaba dotada de una voluntad resuelta y un excelente sentido común. Teniendo por regla de todas sus acciones la ley del Señor, sólo ésta ponía límites a su libertad.

Sin miedo

No conocía el miedo en ninguna circunstancia, lo mismo pequeña que grande.

En una aldea vecina vivía un hombre que atraía las miradas y la admiración de todos, por su altura, corpulencia y buen aspecto.

Cuando pasaba por la calle, salía la gente para verle y los niños iban tras él.

El gigante se sentía molesto por la insistente curiosidad.

Un día, en que Margarita estaba como encantada contemplándole, se dirigió a ella y acercándose le dijo:

─íCaramba! ¿Es que no puedo ser dueño de mí mismo? ¿No puedo ir a donde quiera, sin que estén todos mirándome? ¡Ea, tú! no te soltaré hasta que me digas por qué razón me estás mirando de pies a cabeza.

Margarita, le respondió:

─Por lo mismo que un perro mira pasmado a un obispo; y si te puede mirar un perro, con mayor razón puedo hacerlo yo, que soy más que un perro.

En todos sus actos mostraba la misma energía. Un hecho muy simpático la retrata al vivo.

Los caballos y el maíz

Era el mes de septiembre de 1799, la estación de la cosecha del maíz.

La familia Occhiena tenía extendida al sol en la era, delante de la casa, su cosecha de maíz  para que secara.

Entonces llegó un escuadrón de caballería austríaca. Los soldados hicieron alto en el campo vecino y los caballos, libres de sus bridas, fueron a adonde estaba el maíz.

Margarita, que vigilaba la era, al ver aquella invasión de su propiedad, dando gritos trató de alejar a los caballos empujándolos y golpeándolos con las manos.

Los cuadrúpedos no se movían y seguían devorando las espigas.

Entonces, dirigiéndose a los soldados, que desde la otra parte del vallado la miraban y se reían de su apuro, comenzó a apostrofarlos en su dialecto para que custodiaran mejor a los caballos.

Los soldados, no entendían su lenguaje, y seguían con sus risas repitíendo: -« Ya, ya.» -¿Os reís?, continuó Margarita puesta en jarras; a vosotros os importa poco que los caballos se coman nuestra cosecha. A vosotros no os cuesta nada este maíz, pero nosotros lo hemos sudado durante todo el año. ¿Qué comeremos este invierno, con qué vamos a hacer la polenta? ¡Sois unos abusones! Queréis apartar los caballos, ¿Sí o no?

-Ya, ya, replicaban los soldados.

Ya ya y bo bo

A Margarita, que comprendía muy bien que los soldados se estaban burlando de ella, le ponía nerviosa el monosílabo.

Poco a poco se fue acalorando.

Algunos soldados se acercaron y le hablaban en alemán, que ella entendía como ellos el piamontés.

Entonces,  poniéndose a tono, comenzó a repetir un monosílabo que en dialecto piamontés es una afirmación burlesca: ¡Bo, bo!.

Se entabló así un diálogo.

De una parte, se burlaban con el “ya, ya”; de la otra se contestaba con el “bo, bo”; y el “bo” y el “ya” se alternaban con las risas de los soldados.

Margarita acabó por perder la paciencia y concluyó:

─Sí, sí; bo y ya, bo y ya. ¿Sabéis qué significan juntos? Boia (verdugos), que es lo que sois vosotros que devastáis nuestros campos y robáis nuestras cosechas.

Era una declaración de guerra en toda regla.

Viendo, que las palabras no servían y que el maíz iba desapareciendo. Margarita agarró una horca y con el mango, comenzó a apalear a los caballos; después, como parecía que no se resentían de los golpes, dió la vuelta a su arma y con las púas de hierro los pinchaba en las ancas y el hocico.

Los caballos se encabritaron y escaparon de la era.

Los  soldados fueron por  los caballos desmandados y los ataron a los árboles de un prado cercano.

Hubiera sido ridículo llegar a un altercado con una  muchachita de once años.

(M. B. Volumen I, cap. II, págs. 29-33

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