El emparrado

Autor: Colaboración
On 14 marzo, 2022

El emparrado, sueño 14. Año de 1847

En 1864, una noche, después de las oraciones, Don Bosco reunía en su habitación para darles una conferencia, según era su costumbre, a los jóvenes que integraban la Congregación, entre los cuales se hallaban Don Victorio Alasonatti, [Beato] Miguel Rúa, Don Juan Cagliero, Don Celestino Durando, Don José Lazzero y Don Julio Barberis.

Después de haberles hablado del desapego de las cosas del mundo y de la familia, para seguir el ejemplo de Jesucristo, les contó un sueño que había tenido diecisiete años atrás.

He aquí sus palabras:

«Les he contado ya muchas cosas en forma de sueño de las que podíamos deducir lo mucho que la Santísima Virgen nos ama y nos ayuda; más, ya que estamos reunidos aquí nosotros solos, para que cada uno de los presentes tenga la seguridad de que es la Santísima Virgen la que quiere nuestra Congregación y a fin de que nos animemos cada vez más á trabajar para la mayor gloria de Dios, os contaré, no ya un sueño, sino lo que la misma Madre de Dios me hizo ver.

Ella quiere que pongamos en su bondad toda nuestra confianza.

Yo os hablo como un padre a sus queridos hijos, pero deseo que guardéis absoluta reserva sobre cuanto os voy a decir y que nada comuniquéis de esto a los jóvenes del Oratorio o a las personas de fuera, para no dar motivos a malas interpretaciones por parte de los malintencionados.

Un día del año 1847, después de haber meditado yo mucho sobre la manera de hacer el bien, especialmente en provecho de la juventud, se me apareció la Reina de los Cielos y me condujo a un jardín delicioso.

En él había un rústico pero al mismo tiempo bellísimo y amplio pórtico construido en forma de vestíbulo.

Plantas trepadoras adornaban y cubrían las pilastras, y sus grandes ramas, exuberantes de hojas y de flores, superponiéndose las unas a las otras, se entrelazaban al mismo tiempo, formando un gracioso toldo.

Este pórtico daba a un bello sendero, a lo largo del cual se extendía un hermosísimo emparrado, flanqueado y cubierto de maravillosos rosales en plena floración.

También el suelo estaba cubierto de rosas.

La Santísima Virgen me dijo:

—Avanza bajo el emparrado; ese es el camino que debes recorrer.

Me descalcé para no ajar aquellas flores.

Me sentí satisfecho de haberme descalzado, pues hubiera sentido tener que pisar unas rosas tan hermosas.

Y sin más, comencé a caminar; pero pronto me di cuenta de que aquellas rosas ocultaban punzantes espinas; de forma que mis pies comenzaron a sangrar.

Por tanto, después de haber dado algunos pasos, me vi obligado a detenerme y seguidamente a volver atrás.

—Aquí es necesario llevar el calzado puesto, —dije a mi guía.

—¡Cierto! —me respondió— Se necesita un buen calzado.

Me calcé, pues, y volví a emprender el camino con algunos compañeros, los cuales habían aparecido en aquel momento, pidiéndome que les permitiera acompañarme.

Accedí y siguieron detrás de mí bajo el emparrado, que era de una hermosura indecible; pero, conforme avanzaba, me parecía más estrecho y más bajo.

Muchas ramas descendían de lo alto y subían como festones; otras avanzaban erectas hacia el sendero.

De los troncos de los rosales salían algunas ramas acá y acullá horizontalmente; otras formaban un tupido seto, invadiendo gran parte del camino; otras crecían en distintas direcciones a poca altura del suelo.

Todas, sin embargo, estaban cuajadas de rosas; yo no veía más que rosas a los lados, rosas encima de mí, rosas delante de mis pasos.

Mientras tanto, sentía agudos dolores en los pies y hacía algunas contorsiones con el cuerpo al tocar las rosas de una y otra parte, comprobando que entre ellas se escondían espinas aún más agudas.

Con todo, proseguí adelante.

Mis piernas se enredaban en las ramas tendidas por el suelo produciéndome dolorosas heridas; al intentar apartar una rama atravesada en el camino o al agacharme para pasar por debajo de alguna otra, sentía las punzadas de las espinas, no sólo en las manos, sino en todos mis miembros.

Las rosas que veía por encima de mí, también ocultaban una gran cantidad de espinas que se me clavaban en la cabeza.

A pesar de ello, animado por la Santísima Virgen proseguí mi camino.

De cuando en cuando experimentaba punzadas aún más intensas y penetrantes que me producían un dolor agudísimo.

Entretanto, todos aquellos, y eran muchísimos, que me veían caminar bajo aquel emparrado, decían:

—¡Oh! Vean cómo Juan Bosco camina siempre entre rosas; él sigue adelante sin dificultades; todo le sale bien.

Pero los tales no veían las espinas que desgarraban mis miembros.

Muchos clérigos, sacerdotes y seglares, por mí invitados, comenzaron a seguirme con premura, atraídos por la belleza de aquellas flores; pero cuando se dieron cuenta de que era necesario caminar sobre punzantes espinas y que éstas brotaban por todas partes, comenzaron a decir a voz en grito:

—¡Nos han engañado!

—El que quiera caminar sin dificultad alguna sobre las rosas —les decía yo— que se vuelva atrás; los demás que me sigan.

No pocos volvieron atrás.

Después de haber recorrido un buen trecho de camino, me volví para observar a mis compañeros.

Pero cuál no sería mi dolor, al ver que una gran parte de ellos había desaparecido y otra parte, volviéndome las espaldas, se alejaba de mi.

Inmediatamente volví atrás para llamarlos, pero todo fue inútil, pues ni siquiera me escuchaban.

Entonces comencé a llorar desconsoladamente y a querellarme diciendo:

—¿Es posible que tenga que recorrer yo solo este camino tan difícil?

Pero pronto me sentí consolado.

Vi avanzar hacia mí un numeroso grupo de sacerdotes, de clérigos y de personas

seglares, los cuales me dijeron:

—Aquí nos tienes; somos todos tuyos y estamos dispuestos a seguirte.

Poniéndome entonces al frente de ellos reemprendí el camino.

Solamente algunos se desanimaron, deteniéndose, pero la mayoría llegó conmigo a la meta.

Después de haber recorrido el emparrado en toda su longitud, me encontré en un nuevo y amenísimo jardín, rodeado de todos mis seguidores.

Todos estaban macilentos, desgreñados, cubiertos de sangre.

Entonces se levantó una suave brisa y al conjuro de la misma todos sanaron.

Sopló nuevamente otro vientecillo y, como por ensalmo, me encontré rodeado de un inmenso número de jóvenes y de clérigos, de coadjutores y de sacerdotes, que comenzaron a trabajar conmigo guiando a aquella juventud.

A algunos no los conocía, otras fisonomías, en cambio, me eran familiares.

Entretanto, habiendo llegado a un paraje elevado del jardín, me encontré con un edificio colosal, sorprendente por su magnificencia artística, y al cruzar el umbral penetré en una espaciosa sala tan rica, que ningún palacio del mundo podría contener otra igual.

Estaba completamente adornada con rosas muy fragantes y sin espinas, de las que emanaba un suavísimo olor.

Entonces, la Santísima Virgen, que había sido mi guía, me preguntó:

—¿Sabes qué es lo que significa lo que estás viendo ahora y lo que has observado antes?

—No —respondí—, os ruego que me lo expliquéis.

Entonces Ella dijo:

—Has de saber que el camino por ti recorrido entre rosas y espinas significa el cuidado con que has de atender a la juventud; debes caminar con el calzado de la mortificación.

Las espinas que estaban a flor de tierra representan los afectos sensibles, las simpatías o antipatías humanas que apartan al educador de su verdadero fin, que lo hieren o lo detienen en su misión, que le impiden avanzar y cosechar coronas para la vida eterna.

Las rosas son símbolo de la caridad ardiente que debe ser tu distintivo y el de todos tus seguidores.

Las otras espinas son los obstáculos, los sufrimientos, los disgustos que tendréis que soportar.

Pero, no te desanimes. Con la caridad y con la mortificación superarás todas las dificultades y llegarás a las rosas sin espinas.

Apenas la Madre de Dios hubo terminado de hablar, volví en mí y me encontré en mi habitación».

Notable es la circunstancia y muy digna de señalar, de que San Juan Bosco no habla aquí de un simple sueño, sino de una verdadera y auténtica visión.

Al comenzar a expresarse, el siervo de Dios dice categóricamente:

«…A fin de que nos animemos a trabajar cada vez más a la mayor gloria de Dios.

Os contaré, no ya un sueño, sino lo que la misma Madre de Dios me hizo ver».

Terminando su relato con las siguientes palabras:

«Apenas la Madre de Dios hubo terminado de hablar, volví en mí y me encontré en mi habitación».

Tanto una como otra expresión ponen de manifiesto que aquí se trata de una verdadera visión.

 

El emparrado, sueño 14. Año de 1847

(M. B. Tomo III, págs. 32-37)

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