Una alusión a la figura del emperador

Autor: Jesús Muñiz González
On 31 mayo, 2021

24. Una alusión a la figura del emperador Juliano el Apóstata († 363) puede ilustrar una vez más lo esencial que era para la Iglesia de los primeros siglos la caridad ejercida y organizada.

A los seis años, Juliano asistió al asesinato de su padre, de su hermano y de otros parientes a manos de los guardias del palacio imperial; él imputó esta brutalidad —con razón o sin ella— al emperador Constancio, que se tenía por un gran cristiano.

Por eso, para él la fe cristiana quedó desacreditada definitivamente.

Una vez emperador, decidió restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero también reformarlo, de manera que fuera realmente la fuerza impulsora del imperio.

En esta perspectiva, se inspiró ampliamente en el cristianismo.

Estableció una jerarquía de metropolitas y sacerdotes.

Los sacerdotes debían promover el amor a Dios y al prójimo.

Escribía en una de sus cartas[16]que el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia.

Así pues, un punto determinante para su nuevo paganismo fue dotar a la nueva religión de un sistema paralelo al de la caridad de la Iglesia.

Los « Galileos » —así los llamaba— habían logrado con ello su popularidad.

Se les debía emular y superar.

De este modo, el emperador confirmaba, pues, como la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia.

25. Llegados a este punto, tomamos de nuestras reflexiones dos datos esenciales:

a) La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia).

Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra.

Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia[17].

b) La Iglesia es la familia de Dios en el mundo.

En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario.

Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado « casualmente » (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea.

No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad.

En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a los Gálatas:

« Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe » (6, 10).

Justicia y caridad

26. Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista.

Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia.

Las obras de caridad —la limosna— serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su propia posición social y despojando a los pobres de sus derechos.

En vez de contribuir con obras aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes, haría falta crear un orden justo, en el que todos reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya las obras de caridad.

Se debe reconocer que en esta argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes errores.

Es cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes.

Eso es lo que ha subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y la doctrina social de la Iglesia.

La cuestión del orden justo de la colectividad, desde un punto de vista histórico, ha entrado en una nueva fase con la formación de la sociedad industrial en el siglo XIX.

El surgir de la industria moderna ha desbaratado las viejas estructuras sociales y, con la masa de los asalariados, ha provocado un cambio radical en la configuración de la sociedad, en la cual la relación entre el capital y el trabajo se ha convertido en la cuestión decisiva, una cuestión que, en estos términos, era desconocida hasta entonces.

Desde ese momento, los medios de producción y el capital eran el nuevo poder que, estando en manos de pocos, comportaba para las masas obreras una privación de derechos contra la cual había que rebelarse.

27. Se debe admitir que los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo.

No faltaron pioneros: uno de ellos, por ejemplo, fue el Obispo Ketteler de Maguncia († 1877).

Para hacer frente a las necesidades concretas surgieron también círculos, asociaciones, uniones, federaciones y, sobre todo, nuevas Congregaciones religiosas, que en el siglo XIX se dedicaron a combatir la pobreza, las enfermedades y las situaciones de carencia en el campo educativo.

En 1891, se interesó también el magisterio pontificio con la Encíclica Rerum novarum de León XIII.

Siguió con la Encíclica de Pío XI Quadragesimo anno, en 1931.

En 1961, el beato Papa Juan XXIII publicó la Encíclica Mater et Magistra, mientras que Pablo VI, en la Encíclica Populorum progressio (1967) y en la Carta apostólica Octogesima adveniens (1971), afrontó con insistencia la problemática social que, entre tanto, se había agudizado sobre todo en Latinoamérica.

Mi gran predecesor Juan Pablo II nos ha dejado una trilogía de Encíclicas sociales: Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987) y Centesimus annus (1991).

Así pues, cotejando situaciones y problemas nuevos cada vez, se ha ido desarrollando una doctrina social católica, que en 2004 ha sido presentada de modo orgánico en el Compendio de la doctrina social de la Iglesiaredactado por el Consejo Pontificio Iustitia et Pax.

El marxismo había presentado la revolución mundial y su preparación como la panacea para los problemas sociales: mediante la revolución y la consiguiente colectivización de los medios de producción —se afirmaba en dicha doctrina— todo iría repentinamente de modo diferente y mejor.

Este sueño se ha desvanecido.

En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas orientaciones —ante el avance del progreso— se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo.

 

Una alusión a la figura del emperadorBenedicto XVI

[Traducción del texto italiano publicado por «Famiglia Cristiana» realizada por Zenit]

(Décima Entrega)

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Comentarios

1 Comentario

  1. Jesús

    La gran lección del buen samaritano sigue siendo la pauta para reconocer quien es prójimo: «el que tuvo misericordia». ¡Cuántas veces se oyen excusas que nos recuerdan al sacerdote y al levita! Ante el moribundo, el apaleado, el marginado, no valen excusas. El buen samaritano no tiene etiquetas, no es una persona honrada, creyente, cumplidor de leyes y rituales, es una persona que atiende, acoge, cura, abraza y besa con la ternura que solo un Dios-amor pone en su corazón.

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